jueves, 15 de junio de 2017

Exito


                                         Mi bisabuela y mi abuela.  Madre e hija.
                                                 Extremos que se unifican en la Espiral de la Vida.



                                                  Sue Hubbell. En su camioneta vendiendo miel.



  "Mi abuela era una mujer tímida y de rostro triste, desgastada por las penurias de vivir con un hombre así e intentar apañárselas con la raquítica paga que le pasaba para las cosas de la casa. Nunca se quejaba, casi parecía una santa. Le sobrevivió muchos años, y tras la muerte de él recuperó parte de su ánimo. Hacia el final de su vida, nos reunió a todos los nietos a su alrededor. "Quiero que os acordéis de vuestro abuelo toda la vida", dijo. Asentimos con solemnidad. Nos hizo un gesto para que nos acercásemos. "Quiero que os acordéis de que era un viejo mezquino, sucio y tacaño", dijo con voz firme, y luego su mirada se perdió en la distancia, con una sonrisa de placer dibujada en la cara.
   Mi otra abuela, Annie, era muy distinta, pero tampoco tenía nada que ver con las abejas. Lo que a ella se le daba bien era ganar. Era una mujer educada y majestuosa, a pesar de que caminaba con una ligera cojera, pues se había lesionado la rodilla en una caída durante una carrera ciclista. Todo el mundo decía que durante sus años mozos era un as del ciclismo. Corría la década de 1880, y tomó dinero prestado de un banquero al tres por ciento de interés para ir a la universidad. Al terminar la carrera trabajó de profesora, devolvió el préstamo, participó en carreras ciclistas y, superando con tesón a los participantes masculinos, se proclamó campeona estatal de tenis. Era una mujer competitiva, le encantaban los deportes, y la recuerdo encorvada sobre la radio, gruñéndoles a los Chicago Cubs, fuente continua de decepciones. "Igualito que un puñado de hombres", solía decir.
   Habría resoplado con el debate actual sobre la Enmienda por la Igualdad de Derechos, pues creía que ella y todas las de su sexo eran superiores a los hombres, y que la mera igualdad sería un paso atrás para cualquier mujer.
   La abuela Annie tuvo un matrimonio breve e irrelevante, y sus dos hijas eran producto de la inmaculada concepción. Sólo hubo dos hombres que obtuvieron su aprobación: "Sí", decía con un suspiro, "nos han perseguido a todos: a Douglas MacArthur, a Jesucristo y a mí".
   Nunca descubrí exactamente cómo la habían perseguido, pero la persecución, decía con tono lúgubre, era la causa de su falta de éxito en la vida. Se le había escapado, pero estaba decidida a que no les ocurriera lo mismo a sus nietos. Ninguno de nosotros daba muestras de dotes deportivas, y jamás vendrían a vernos ojeadores de los Cubs, con lo que resultaba difícil saber qué quería para nosotros. Le dimos muchas vueltas. A veces, en lugar de decir que alguien era un ganador, lo definía como una gran persona. Sé que tenía su fe depositada en que mi hermano Bil llegase al metro ochenta, así que yo pensaba que con crecer mucho sería suficiente. En una ocasión llevé a la perra de la familia, un gran danés con la cabeza hueca y la columna vertebral hundida, que la abuela Annie odiaba, a una feria de mascotas. La perra, a pesar de todos sus defectos, recibió un bonito lazo de seda azul con letras doradas por ser la mascota con el rabo más largo. Se lo enseñé a la abuela Annie, y desde entonces todo fueron buenas palabras. Me dio la impresión de que si cualquiera de sus nietos creciese mucho y tuviese una cola del tamaño apropiado, ella estaría orgullosa.
   Sin embargo, a medida que me hice mayor descubrí que el éxito no estaba relacionado sólo con la estatura física. Sus nietos teníamos que lograr becas de fundaciones, un premio Nobel por cabeza y el cargo de delegado de cuarto de primaria. Creo que ella tenía en mente la aclamación, el aprecio y la admiración universal, y un certificado que se pudiese enmarcar.

   Cuando cumplí los tres años, la abuela decidió que de mayor iba a ser pianista de concierto. Mi padre me compró un piano y mi madre me buscó una profesora, una monja católica, la hermana Esther, que daba clases de música en un colegio de monjas. Nuestra familia no era católica y yo no había visto una monja en mi vida. Podía tomarme con filosofía el hábito largo y negro, la cruz colgada de una cadena y las cuentas del rosario, pero no podía evitar quedarme mirando fijamente la toca blanca, rígida y almidonada, que le cubría el cuello y le rodeaba la cara. Le hacía pliegues en las mejillas y en la frente, que yo veía cuando la monja giraba la cabeza. Me daba pena e intentaba ser buena con ella.
   La hermana Esther era un mujer severa y rígida. Una vez me enseñó un figura de porcelana blanca desnuda en una cuna de juguete, con un montoncito de paja al lado. La figura, según me contó, era el niño Jesús, y tenía frío. Si me esforzaba y la clase salía bien, me dejaría poner una brizna de paja en la cuna del niño Jesús para ayudarlo a calentarse. Pero si no, no podría poner la brizna en la cuna, el niño Jesús pillaría un resfriado, ¡y todo por mi culpa!.
   Estaba consternada.
   Como otros muchos niños, había nacido con oído absoluto. Ayudada por ese accidente biológico, determinada a ser buena con una mujer que tenía un vestido extravagante y pliegues en la cara y que sabía lo que era el éxito, pero, sobre todo, horrorizada ante la idea de que el niño Jesús pudiese pillar un resfriado por mi culpa, no tardé en aprenderme las escalas del piano. Pasaron tres clases, y pude darle al niño Jesús una brizna cada día. La hermana Esther le dijo a mi madre que era una niña prodigio. La hermana Esther estaba satisfecha, pues yo era su primera niña prodigio. Llegó incluso a esbozar una sonrisa. La abuela Annie dijo que era natural que su nieta fuese prodigiosa.
   Yo estaba muerta de miedo. Tenía la certeza de que esas escalas habían sido mi límite, y no me equivocaba. Con tan solo tres años y medio había tocado techo musicalmente hablando. A medida que las clases avanzaban, la hermana Esther se fue poniendo cada vez más rara y agitada. Yo era incapaz de entender lo que intentaba decirme sobre la armonía. El niño Jesús no volvió a ver una brizna de paja. Los dedos se me tropezaban cuando intentaba tocar los ejercicios. La hermana Esther manoseaba el rosario. La avergoncé cuando, durante un recital, se me olvidó la pieza que tenía que memorizar. Me dijo que el niño Jesús sufría. Yo estaba cada vez más deprimida.
   Los años pasaban, y seguía tocando el piano al nivel de una niña de tres años precoz, cuando la hermana Esther tuvo un ataque de nervios. Justo antes, sin embargo, admitió, con voz tensa, que quizá se había equivocado conmigo, y que en realidad era una niña retrasada, musicalmente hablando.

   La abuela Annie no tardó en recuperarse, y dijo: "Bueno, a lo mejor la chiquilla sabe bailar. Tiene el cuello muy largo". Siempre decía cosas por el estilo. Yo no entendía qué tenía que ver la longitud de mi cuello con la danza; me sentía como una jirafa, e intentaba rodearme el cuello con las coletas para que la gente no se diera cuenta.
   Mi madre encontró a una bailarina retirada y desaliñada que me enseñó ballet en su propia casa y me convirtió en su pupila. Como era una jovencita larguirucha y torpe, la profesora de ballet me caló en un periquete. Me mandó unos ejercicios sencillos, se sentó en un cómodo sillón con una cubierta de flores e intentó matar las penas de tener que observarme pegando sorbitos, de cuando en cuando, de un bonito frasco que guardaba en el pecho de su maillot. Los sorbos se volvieron cada vez más frecuentes con el paso de los meses hasta que, al final, le dijo a mi madre que era un caso perdido. Luego quitó su anuncio de profesora de ballet y se apuntó a Alcohólicos Anónimos.

   Estaba muy triste por tener ya ocho años y haber causado tanto dolor a los adultos, haber añadido mi granito de arena a la persecución del niño Jesús y no tener éxito (aunque me alegraba de no haberle hecho daño a Douglas MacArthur). En el fondo, y gracias a algo que aprendí en el colegio, sabía que nunca tendría éxito: todas las personas exitosas estaban muertas. Nos hablaron de George Washington: era un hombre sabio, sereno, patriota y honrado. Tuvo éxito. Estaba muerto. Nos hablaron de Alejandro Magno: encontró un nudo que no podía deshacerse (supuse que se trataba de uno de ésos que a veces te encuentras en las cordoneras), y lo cortó de un espadazo. A los niños no les dejaban cortar los nudos de las cordoneras, pero cuando Alejandro lo hizo demostró ser un pensador innovador. Tuvo éxito. Estaba muerto. También nos hablaron de Roberto I de Escocia. Quería ser rey con todas sus fuerzas, pero fracasó varias veces. En una ocasión, el fracaso fue tan estrepitoso que lo capturaron y lo metieron en una mazmorra oscura. Mientras estaba preso, pasó su tiempo observando a una araña que tejía su tela en un rincón de la mazmorra. Una y otra vez intentaba tejer su telaraña justo donde quería, perso seguía fracasando, hasta que al final, con inmenso esfuerzo, lo logró. Aquello animó tanto a Robero I de Escocia que continuó intentando convertirse en rey, mientras seguía en la carcel y también al salir. (...) como había sido un fracaso por partida doble antes de cumplir los nueve años, me interesaba Roberto I de Escocia y pensaba mucho en él. Sin embargo, llegué a la conclusión de que nunca podría ser como él: me daban miedo las arañas, y si estuviese encerrada en una mazmorra con una, no me inspiraría, sino que lloraría. En cualquier caso, Roberto I de Escocia finalmente tuvo éxito. Estaba muerto.


   Elaboré por mi cuenta una teoría sobre las edades del hombre. Decidí que toda la gente exitosa -quienes habían vivido en una Edad de Oro, como si dijéramos- estaba muerta. Los adultos que conocía y que estaban vivos eran superiores a mí, pero no tenían éxito. Claro, sabían jugar al golf e incluso sabían dónde iban los autobuses, pero no estaban a la altura de Roberto I de Escocia. No conocía a un solo adulto que hubiese estado en una mazmorra. Pinky Higgins, jugador de los Chicago Cubs, era un adulto, pero la abuela Annie solía cabrearse con él, así que no parecía tener éxito. En cuanto a los presidentes, la oí echar pestes de Roosevelt, con lo que sabía que el destino de nuestro país estaba en manos de un "pelele".


   Al final me hice mayor, como tiene que ser. Me sentía mejor, aunque nunca llegué a tener éxito. (...) aquí encontré lo que quería."



            UN AÑO EN LOS BOSQUES. Sue Hubbell. Ed errata naturae.